jueves, 23 de octubre de 2014

Con el permiso de los libros, hoy escribo yo

¡¡Hoy La Novena Caverna cumple un año!!

En todo este tiempo me han acompañado muchos libros, tal vez menos de los que me gustaría, pero el poder compartir lo que más me gusta ha pasado de ser un mero entretenimiento a una satisfacción personal, y aunque sólo sea por eso, el tiempo dedicado a cada entrada ha merecido la pena.

Por eso me gustaría celebrar este primer aniversario de una manera especial. Hasta ahora me he dedicado a hablar sobre lo que los demás han escrito pero hoy, por ser 23 de octubre, y con el permiso de los libros, me toca escribir a mí.

!Espero que os guste!

FELICIDADES #cavernícolas!!




"Aquí estoy, entre estas cuatro paredes. Dos palabras que podrían definir mi vida adulta. Cuatro muros lisos y de color blanco. Porque así lo decidieron. Casi no hay nada colgado, apenas un espejo en el que nunca me miro y un par de cuadros. ¿Las fotos?, decidí sacarlas. Al principio no me importaba, pero un día empezaron a incomodarme. No las echo de menos.

Muros, murallas, murallones. En ocasiones se me antojan enormes, tanto que me pierdo en ellos sin apenas darme cuenta, y entonces mi cuerpo deja de ser mío y me veo a mí misma en la habitación. Haciendo qué, eso no importa. Pero es el momento en el que siento esa felicidad de no ser yo.

Otras veces ocurre todo lo contrario, las paredes son cada vez más pequeñas, se vuelven prácticamente minúsculas mientras tratan de ahogarme, y es entonces cuando mi cuerpo se ve obligado a cerrarse, a replegarse sobre sí mismo para evitar ser engullido por la masa blanca. El cuello y la espalda me duelen, y cuando me doy cuenta, los dedos de mis pies están blancos, casi transparentes a fuerza de querer hacerse más pequeños. Siento mucho frío, tanto que no puedo moverme, y tras unos instantes de espera, un dolor familiar empieza a crecer en mi garganta, pero mi voz está tan escondida que no es capaz de encontrar la salida. Hay quien no quiere verme triste, y entonces me impide llorar; lo que no entiende es que en esos momentos llorar es lo único que me salva.

Muchas veces me han preguntado por qué siempre elijo estar encerrada en mi habitación. No estoy segura de haberlo elegido alguna vez, pero siento que es el único espacio al que pertenezco. Hace tiempo recuerdo salir de casa de vez en cuando a regañadientes porque mamá quería dar un paseo conmigo, decía que me haría bien airearme un poco. Todavía recuerdo el suplicio de recorrer aquel pasillo. Cuando volvíamos a casa ella estaba triste. Creo que con el tiempo fue capaz de comprender, al igual que yo, que los muros que me aplastan tal vez sólo me abracen para protegerme. Fue capaz de comprender que a través de mis sentidos sólo llegan percepciones irreconocibles, y que eso me da miedo.

¡Otra vez el mismo ruido! Me sobresalto y empiezo a notar cómo el latido de mi corazón inunda mi pequeño cuerpo, completamente agarrotado. ¡Siempre me pasa lo mismo! Aunque lo intente se las ingenia para paralizarme. Es más listo que yo.

Si tuviera que describirlo diría que parece como si algo o alguien se arrastrara por el suelo. A través de una melodía sorda se acerca, cada vez lo oigo más intensamente, deslizándose hacia un lado y hacia otro, hacia un lado y hacia otro. ¡Tengo que ser fuerte! ¡No puedo dejar que entre! ¡Esta vez no!

Aunque han pasado tan sólo unos segundos, este momento se me hace eterno, y empiezo a notar que mis manos están húmedas. Cómo desearía que las paredes quisieran protegerme también ahora, aunque me hagan sentir ganas de llorar. Cada vez está más cerca y pienso en si debería aproximarme a la puerta. Decido que sí. Pego la cabeza al suelo y puedo ver su sombra más y más grande, pero no puedo distinguir en ella algo mínimamente reconocible. Siento que me cuesta respirar.

¡Está aquí! Ya no se mueve.

A través de la delgada puerta puedo sentir su respiración, se entrecorta y suena pesada. Tengo miedo de que se cuele por entre las rendijas y contamine mi cubículo. Apoyo mi espalda contra la madera procurando hacer el menor ruido posible y entonces oigo un rumor acompañado de varios golpes secos. No hay duda, sabe que estoy aquí. El rumor se extiende y parece querer convertirse en palabras, pero no son más que sonidos inconexos imposibles de descifrar.

Mi respiración acelerada y unas tremendas, pero reprimidas, ganas de llorar no engañan a nadie. Estoy aterrada.

En el peor de los casos, cuando se dan estas situaciones, una parte de mí distingue que se trata de una imaginación, un concepto que inventa mi cabeza para darle forma al terror que en esos momentos me invade. Y digo en el peor de los casos porque entonces él no sólo me controla a su voluntad, sino que también tiene el placer de verme observándolo, de verme morir poco a poco. Las pocas veces que lo pienso con frialdad no me parece tan extraño, al fin y al cabo ¿en qué me diferencio del niño que imagina a un monstruo debajo de su cama? Tal vez en que el miedo del niño se evapora al ver entrar a su madre en la habitación, y yo estoy tan sola que ni siquiera tengo eso.

Otra vez silencio, ¿se ha ido?

Casi sin atreverme a respirar dejo de temblar. Sigo sintiendo esos nervios en el estómago que tantas veces me hacen vomitar y pienso en si me odio o si en realidad me doy pena a mí misma. Estoy tan agotada que más me valdría desaparecer. Aunque ahora no está aquí, mi madre dice que verme en este estado le hace daño, y sin quererlo me convierte en culpable, pero yo sólo quiero evitar que este miedo y este dolor acaben conmigo. En esos momentos, en el mundo no existimos más que mi enemigo y yo. Y supongo que esa es la razón por la que prefiero estar al amparo de estos cuatro muros, porque a ellos no puedo hacerles daño.

Parece algo lógico ¿verdad?, pues ahí fuera nadie lo comprende.

Sé que debería estar acostumbrada, porque a mi enemigo nadie lo oye ni lo siente, pero a mí se me revela como algo tan real que me vuelvo torpe incluso para ignorarlo. Nunca lo he visto, no sé cómo es, sólo llego a entrever una sombra informe que no se parece a nada, y eso me deja totalmente desprotegida. Quizá las sensaciones que me comunica sean más soportables, no todas intentan dañarme, a veces siento cómo me acaricia la espalda y me susurra dulces sonidos al oído, pero a fuerza de vivirlo he aprendido que eso sólo lo hace para convencerme de que le deje entrar y poder encontrarnos frente a frente. Esa es la única manera que tiene para sacarme de aquí.

De nuevo mi cuerpo se pone alerta, ¿por qué no habré estado más atenta? Ahora ya ha comprobado que sigo aquí. Volverá a acercarse, a hablarme, a tratar de seducirme mientras mi cabeza da vueltas, las mismas vueltas que a mi cuerpo se le niegan. Pero ¿qué pasa?, ¿por qué no habla?, ¡no puedo oír nada!, ¿qué está tramando?, ¡lo he oído acercarse, tiene que estar ahí! Puedo ver la oscuridad de su sombra queriendo colarse bajo la puerta.

Y de repente suenan los mismos golpes de siempre. Silencio otra vez. Por más que espero no ocurre nada.

Casi sin darme cuenta me envuelve algo familiar, un olor que me hace volver a los cinco años, cuando mi madre me dejaba acurrucarme con ella en el sofá. En un momento me rodean sensaciones de tal intensidad que creo que me voy a desmayar. Noto que me acarician el pelo suavemente, y cómo un dedo se desliza dibujando mi nariz. Una música de fondo me reconforta, me da calor y hace crecer en mí una necesidad urgente de sentirme rodeada por esos brazos llenos de lunares. Poco a poco se convierte en melodía e intenta decirme algo. Siento cómo el miedo se esfuma y, aunque todavía no comprendo qué me dice, sé que no quiere hacerme daño.

Una inmensa tristeza se expande pesadamente desde mi garganta hasta las yemas de los dedos dejándome sin fuerzas, al mismo tiempo que el odio hacia mí misma crece sin parar. Cada vez peso menos, me vuelvo transparente y siento que desaparezco. ¿Qué ha cambiado? Turbada todavía por un pensamiento que no me aclara si esta realidad es del todo real, decido abrir la puerta. Al fin y al cabo, si lo que hay fuera suena y huele tan bien no puede ser nada malo.

Un simple giro de la muñeca hacia la izquierda hace que sobre mí se abalance una oleada cálida y salada de la que ya no quiero escapar. Es entonces cuando, a modo de diapositivas, se disponen de manera atropellada los lunares, la bata azul, las caricias en el pelo, ese tacto suave que cada noche me traía el sueño. Mis brazos se agarran con tal fuerza que parece que se me van a separar del cuerpo, pero no me importa porque después de tanto miedo he conseguido volver a reconocerla.


Ahora todas mis necesidades se resumen en una sola. Quiero llorar. No sé si de felicidad o de alivio, pero sé que lo tengo prohibido. Y mientras pienso en el dolor que me produce ese llanto sin salida, una humedad cálida baja por mi espalda. Es entonces cuando comprendo que es ella la que está llorando por las dos."

martes, 14 de octubre de 2014

Las cenizas de Ángela

Ganadora del premio Pulitzer a la mejor biografía, el premio Boeke y merecedora del premio de la Crítica y el Libro del Año en Estados Unidos, Las cenizas de Ángela, publicada en 1996, es la primera parte de la autobiografía de Francis McCourt, quien relata en primera persona el dolor y la miseria que marcaron la vida de su familia durante toda su infancia y juventud. McCourt completaría esta autobiografía en 1999 con Lo es y finalmente en 2005 con El profesor.






Frank McCourt nace un 19 de agosto de 1930 en Brooklyn, Nueva York. Hijo primogénito de Malachy McCourt y Ángela Sheehan, emigrantes irlandeses en Estados Unidos en la década de los años 30 en plena Ley Seca y Gran Depresión, McCourt vive una infancia llena de penalidades: pasa hambre, frío, miedo, ve de cerca la muerte y tiene que convivir irremediablemente con la desaparición de aquéllos a quienes más quiere, con un padre alcohólico, miembro del IRA antiguo (ejército paramilitar de la República de Irlanda) y orgulloso de haber luchado por la independencia de su país, y una madre pobre de espíritu que ha perdido cualquier tipo de motivación desde la muerte de Margaret, su hija pequeña.






Hasta los 4 años, Frank y sus hermanos pequeños malviven con sus padres en Nueva York. Tras la muerte de la pequeña Margaret la situación familiar es tan deplorable que unas primas de Ángela deciden que lo mejor para ella y los niños es volver a su Irlanda natal, pero el recibimiento por parte de los McCourt no es en absoluto bueno, sino más bien de una indiferencia total. Al poco de llegar y en vista de que en Irlanda del Norte la situación es incluso peor que en América, deciden marcharse al Estado Libre (actual Irlanda) e instalarse en Limerick, donde vive la familia de Ángela.




Allí la situación no es en absoluto mejor. Afectados por la eterna humedad y niebla de la ciudad provocada por el río Shannon, la familia McCourt vive en una atmósfera de constante pobreza, desconfianza y poco afecto donde los miembros de la familia no se hablan entre ellos, el escepticismo y envidia entre vecinos está a la orden del día y los niños son tratados como seres más o menos inútiles hasta que alcanzan la edad necesaria para ir desempeñando tareas. A lo largo de las páginas se retrata la sociedad irlandesa de la época, piadosa y sumida en una pobreza tal que incluso presenta una esperanza de vida realmente baja; el propio autor, haciendo un símil con el deterioro físico inherente a la edad, dice que era tanta la pobreza de la que estaban rodeados que poca gente llegaba a tener canas.




A todas estas penalidades hace referencia el título de la novela, como queriendo reunir una vida de miseria en un simple gesto. A lo largo de la narración se le da un significado muy especial a las cenizas de la chimenea, a las que Ángela McCourt se queda mirando fijamente cada vez que la situación le desborda, como en un intento de evadirse del mundo que le rodea tratando de buscar un calor reconfortante en ellas, un calor que casi nunca encuentra.

La narración está plagada de multitud de personajes con mayor o menor importancia quienes, a excepción del pequeño Frank, no presentan un gran desarrollo, sino que más bien son las situaciones y la evolución de sus condiciones lo que enmarca las acciones de cada uno. Esto hace que no sepamos cómo son más allá de sus acciones, no hay nada que nos diga el tipo de carácter de cada uno o su evolución psicológica. En este sentido, las reacciones más íntimas a una vida de desapego las encontramos en un Frank muy observador, responsable y reflexivo que entiende su posición en el mundo, que acepta lo que le viene con un estoicismo impropio de un niño de su edad pero que no deja nunca de soñar con un futuro mejor.




El contrapunto a tanta tragedia lo encontramos en el empleo de un narrador protagonista. Al estar contada la historia en primera persona desde que el protagonista tiene apenas dos años en ocasiones se suceden anécdotas que vistas desde el punto de vista de un niño pueden parecer cómicas, dan lugar a malentendidos y a las típicas reflexiones de un niño pequeño. Poco a poco esta visión va evolucionando y vemos como Frank empieza a preocuparse por todo lo que le rodea, va a la escuela y aprende, lo que de manera inconsciente va alimentando un afán de superación que prácticamente no encuentra en quienes le rodean. Comienzan a formarse así sus sueños y aspiraciones de volver a América, donde todo es mejor que en Limerick.

Nos encontramos, por tanto, ante una historia de superación en letras mayúsculas, en la que el protagonista es capaz de transformar todas las vivencias negativas en ganas de cambiar su vida, en ganas de tener un buen trabajo que le permita alcanzar su sueño: volver al país en el que nació y del que tantas cosas buenas se cuentan.

Desde el punto de vista histórico, la infancia y juventud de Frank presenta un trasfondo político de gran calado, tanto a pequeña como a gran escala.

Por un lado, se nos acerca el retrato de la eterna lucha entre británicos e irlandeses, de la lucha de estos últimos por su independencia y de las consecuentes actividades del Ejército de la República de Irlanda (IRA). Hay un rechazo palpable a todo lo británico y por ende a lo relativo a Irlanda del Norte (creada en 1921 tras la partición de la isla) y a todo lo estadounidense. Además, de una manera más o menos acentuada, se aprecian ciertos conflictos religiosos por la convivencia en una misma comunidad de católicos, protestantes y presbiterianos.






Por otro lado y a un nivel internacional, la novela se enmarca prácticamente en su totalidad en la Segunda Guerra Mundial. En 1940 el Primer Ministro Eamon de Valera declara la neutralidad de Irlanda en la contienda, algo que por otra parte no sienta muy bien a Winston Churchill quien hará lo imposible para que Irlanda participe (curiosamente la cerveza Guiness tuvo mucho que ver en esto). A pesar de las presiones por parte del gobierno británico, la neutralidad supone un alivio para las familias ya que los hombres emigran a Inglaterra para trabajar en las fábricas de armas con lo que pueden mandar puntualmente dinero a sus familias, dejando de lado su aversión a todo lo que tiene que ver con sus opresores durante más de 800 años.





En definitiva, nos encontramos ante una historia imprescindible donde las situaciones vividas por los personajes hacen llorar la mayor parte de las veces, pero también reír en ciertas ocasiones. De manera sencilla, ágil y amena, McCourt nos introduce en una época histórica dura y gris, en ciertos aspectos terriblemente ajena al mundo actual y nos hace partícipes de la realidad de un país que durante siglos se ha sentido castigado, oprimido y ninguneado.

domingo, 5 de octubre de 2014

El Paciente

Publicada a comienzos de este mismo año, El Paciente es la quinta novela del periodista y escritor Juan Gómez-Jurado, uno de esos libros que es imposible dejar de leer una vez el protagonista te engancha en la primera página, y donde capítulo tras capítulo te ves inmerso en una carrera contrarreloj llena de sentimientos, emociones y obstáculos que bullen sin descanso hasta el mismísimo punto y final.






El Doctor Evans lleva más de mil ochocientos días en el corredor de la muerte. Es su largo encierro y la necesidad de explicar las circunstancias que le han rodeado en los últimos tiempos lo que hace que comience a analizar las causas y consecuencias de sus actos, todo lo que le ha llevado hasta ahí, todo lo ocurrido en aquellas 63 horas previas a uno de los momentos más importantes de su vida.

David trabaja como neurocirujano en el hospital Saint Claire de Washington, es viudo y hace gran cantidad de horas extra para poder hacer frente a todos sus gastos y cuidar de su única hija, Julia. Una noche, tras haberle salvado la vida a un joven en una operación a vida o muerte vuelve a su casa y descubre que tanto Julia como su niñera no están, han desaparecido. A partir de este momento tiene lugar una frenética búsqueda en la que hasta la propia familia es sospechosa, pero son varios mensajes de texto los que finalmente le llevan ante un hombre que le pide como rescate algo totalmente inaceptable para un cirujano, algo que violaría por completo su código deontológico: si quiere volver a ver a su hija, su próximo paciente deberá morir en la mesa de operaciones. Si tal proposición supera ya de por sí los límites morales de cualquier profesional, la magnitud del encargo adquiere sus mayores proporciones cuando se descubre quién es el paciente: ni más ni menos que el presidente de Estados Unidos.




La historia está narrada en orden decreciente según las horas que faltan para la fatal operación y en ella vemos, a modo de pequeños saltos en el tiempo perfectamente hilados y comprensibles, los momentos clave que marcan los pensamientos del protagonista a medida que los acontecimientos se van sucediendo: su mujer, su hija, su vida juntos, las dudas y preocupaciones cuando se le encomienda la importante tarea de salvarle la vida al Presidente y como esa misión es la que se le vuelve en contra cuando es la vida de su hija la que está en peligro.

Son estos mismos acontecimientos los que hacen que lo que en un principio parecía una locura se convierta en una obsesión, asegurándose por todos los medios de ser él quien lleve esa operación a cabo sí o sí.

Desde el principio el autor marca un ritmo muy ágil, en ciertos puntos hasta frenético, lo que invita a seguir leyendo más y más. Esto es una muestra de cómo el autor traslada a ese ritmo las sensaciones y preocupaciones del protagonista: Dave busca como loco a su hija, necesita verla y comprobar que está sana y salva, y para ello no duda en coger el coche en plena noche y plantarse en casa de sus suegros a kilómetros de distancia.

La narración está dividida en tres partes estructuradas a modo de relatos paralelos que nos introducen a los tres personajes principales de la trama: David, que busca desesperada e incansablemente a su hija; Kate, miembro del Servicio Secreto estadounidense, cuñada de David y tía de la niña; y el señor White, un manipulador en potencia que somete al protagonista a una constante y asfixiante vigilancia.

A pesar de partir de puntos psicológicos muy distanciados, estos tres personajes tienen algo en común: el halo de incomprensión que les ha acompañado durante toda su vida. David está marcado por una infancia de orfandad y maltratos, Kate siente que nunca pudo ganarse el verdadero afecto de su padre, y el señor White nunca encontró una respuesta positiva a su gusto por la manipulación de la psique humana. Esto, junto con el desarrollo de los acontecimientos, hace que con el pasar de las páginas se vayan acercando de tal manera que incluso lleguen a necesitarse los unos a los otros para conseguir objetivos diametralmente opuestos.

El Paciente nos habla de las reacciones del ser humano ante un ataque a su intimidad y lo que más quiere, de cómo el protagonista se encuentra de repente moralmente desnudo ante un desconocido que le chantajea con su propia vida, de cómo se siente cualquier ser humano cuando ve su intimidad invadida por completo, de cómo sus emociones son marionetas en manos de otros. Fluyen constantemente sentimientos de miedo, desesperanza, odio y egoísmo provocados por los más oscuros intereses, lo que deja patente la enorme capacidad del ser humano para resistir ante situaciones de máximo dolor y sufrimiento a través de mecanismos de defensa de los que ni él mismo es consciente.

Vivimos en una sociedad en la que ni siquiera necesitamos que nos expliquen por qué alguien quiere asesinar al presidente más poderoso del mundo, quizá creamos que va implícito en el cargo. Tal vez sea ese el motivo por el que el autor no le da ni el más mínimo protagonismo a esta cuestión, cuando está en juego la vida de un hijo, cualquier otra, hasta la propia, deja de valer lo que hace unas horas. El dolor y el miedo nos vuelven insensibles, insensibles ante el poder, ante la riqueza y ante el peligro.


Jane Austen escribió una vez: “Una novela debería mostrar al mundo tal y como es. Cómo piensan los personajes, cómo suceden los hechos...Una novela debería de algún modo revelar el origen de nuestros actos”. Y eso es precisamente lo que Juan Gómez Jurado ha conseguido con El Paciente.