miércoles, 10 de septiembre de 2014

El jilguero

Sólo era consciente del alivio de estar allí, de mi dolor y de que tenía el corazón rebosante”

Premio Pulitzer a novela de ficción en el año 2014 y nominada al premio del Círculo Nacional de Críticos y a la medalla Andrew Carnegie, El Jilguero es la tercera novela de la escritora estadounidense Donna Tartt quien, a través de personajes contemporáneos, nos acerca el retrato de una existencia movida por la desgracia y la autocompasión que recuerdan al tormento propio del hombre romántico.




Theo Decker lleva una semana encerrado en la habitación de un hotel en Amsterdam sumido en una mezcla del sopor que le provoca la fiebre y el miedo a ser descubierto. Este estado mental de agitación le hace pensar en el origen de su vida tal y como es ahora, con un poso de tristeza y abandono que inspira lástima.




Tiene trece años y acaba de ser expulsado del colegio. Se dirige con su madre hacia una reunión con el director pero un taxi nauseabundo, una lluvia incesante y más tiempo del esperado hacen que Theo y su madre se resguarden dentro del Museo Metropolitano de Nueva York sin ser conscientes de lo que pasará a continuación: un hecho que dejará a Theo sin su sustento en la vida. A pesar de la desgracia, se abre ante él un mundo nuevo rodeado de muebles antiguos, un cuadro famoso, Welty y Pippa, dos personajes que indirectamente le guiarán durante todo el recorrido de su vida suponiendo a veces una carga pero otras muchas mostrándole las salidas que tanto ansía.








Tanto el título como la obra en sí giran en torno a un cuadro pintado en 1654 por Carel Fabritius, un pintor holandés discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer, bastante exitoso en vida pero que desgraciadamente murió de manera prematura, lo que le impidió dejar grandes obras para la posteridad.

Este cuadro aparece como un hilo conductor en la vida de Theo, de una manera u otra tiene aspectos comunes con la gente con la que el protagonista se relaciona, al mismo tiempo que aparece como el origen de sus grandes angustias, ya que el miedo a que alguien se haga con él lo obsesiona y paraliza.






El libro está dividido en cinco partes, cada una de ellas referente a grandes cambios en la vida del protagonista. Pero aunque esto es así formalmente, existen dos partes bien identificadas y que más o menos suponen las dos mitades del libro: la historia del Theo adolescente y la del Theo adulto, donde somos testigos de cómo se van gestando vicios y costumbres que le llevan a vivir como vive y a hacer lo que hace.

Ya desde la primera página se aprecia un gusto desmedido por el empleo de adjetivos con el objetivo de describirlo absolutamente todo, hasta el más mínimo detalle (el color de la etiqueta de aquella botella de agua bajo los escombros). Es curioso además el empleo de adjetivos sensitivos que le dan a las cosas aspectos y sensaciones impropios; por ejemplo, se habla de la textura del cielo o del sabor del aire. Esto hace que aunque la narración sea bastante fluida, el ritmo sea realmente lento, algo mucho más evidente en la primera mitad de la novela.

De hecho, en esta primera mitad da la sensación de que no pasa nada, se relatan los cambios en la vida del protagonista desde el repentino suceso en el museo, pero nada de gran interés como para dedicarle tantas páginas a cada uno. Sin embargo, una vez superado ese punto medio imaginario, los hechos verdaderamente importantes empiezan a sucederse, el ritmo se hace mucho más fluido y todas las piezas parecen encajar, ya que en esas primeras páginas se gestan los aspectos que desvelan la trama, creando además una serie de interrogantes: ¿qué hace en Amsterdam en ese estado?, ¿qué tiene que ver el cuadro de El Jilguero en toda la historia?

A pesar de este ritmo en ocasiones demasiado lento e incluso pesado, lo que más me gusta es la narración en sí. En un mismo párrafo se suceden frases que relatan lo que está pasando al mismo tiempo que se mezclan recuerdos de conversaciones o anécdotas, algo que le da un punto de fluidez y personalidad, ya que el lector puede hacerse una imagen bastante vívida de lo que realmente está pasando por la cabeza del protagonista. Esto es especialmente evidente en momentos dramáticos o de tensión: el suceso en el museo o los arranques de ira y euforia de su padre. En este aspecto me recuerda formalmente, salvando las distancias, a la narrativa de Saramago, donde todo se desarrolla en un único párrafo y donde en ocasiones resulta complicado saber quién habla en cada momento.

Sobre todo en la segunda mitad de la novela hay continuas referencias al cuadro como “experiencia de vida”, como si la autora quisiera transmitirnos la vida y circunstancias del pintor Fabritius a través de un actor, Theo, contextualizado en el mundo actual. El paso de los años hace que lo materialmente tangible cambie y evolucione, pero los sentimientos y sensaciones permanecen inalterables. En este sentido nada separa al hombre del siglo XXI del humanista del Renacimiento o del hombre atormentado del Romanticismo.




Pero quizá lo más complejo que encontramos en la narración sea el tratamiento del protagonista cuya psicología está totalmente entroncada con esta visión romántica, la del ser autodestructivo, autocompasivo y melancólico. Una narración plagada de reflexiones personales que poco a poco van dando sentido a un Theo traumatizado por el dolor y la soledad que roza durante toda su vida la delincuencia y la drogadicción pero que eventualmente encuentra consuelo en los brazos paternales de Hobie o en la amistad sin condiciones de Boris.


En este sentido la novela tiene una profundidad mucho mayor de la que se muestra en un principio, ya que en definitiva nos encontramos ante un retrato del ser humano como mente voluble y moldeable.

2 comentarios:

  1. Lo estoy leyendo. Es muy denso pero engancha.

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  2. Sí, sobre todo hasta la mitad es muy denso, después ya se aligera bastante y empieza a enganchar mucho más.

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